EL SISTEMA DE ESTADOS NACIONALES
El concepto de “Estado”
aparece ligado a la idea de poder,
autoridad o soberanía cuando, por vez primera, Maquiavelo utiliza el
término en su obra “El Príncipe”. Anteriormente los autores griegos habían
conceptualizado una forma de organización inherente al ser humano en la que
primaba la idea de comunidad. Los romanos agregaron nociones como el derecho y
la utilidad o bien común si bien asociadas al monopolio de la fuerza. Durante
la Edad Media las organizaciones estatales se basaban además en la legitimidad,
en realidad un concepto primitivo que fundamentaba el derecho a gobernar en
bases divinas (y también en el monopolio de la fuerza). Está claro que
Maquiavelo estaba tratando de definir una estructura que representaba una
evolución de los conceptos desde la Antigüedad Clásica europea. La novedad era
la introducción del concepto de soberanía, la cual era atribuida inicialmente a
un príncipe o monarca que la ejercía por sobre una población y un territorio
delimitados.
El Estado principesco fue la
primera evolución del Estado moderno como una organización
político-jurídico-administrativa diferenciada de estructuras feudales como el
Papado y el Imperio que pretendían poseer un poder superior, y centralizada
respecto a formas fragmentadas de dominación basadas en derechos feudales. La
capacidad de centralizar el poder real en una figura dominante incluye el
monopolio de la fuerza coercitiva (lo que permite hacer efectivo el
reconocimiento y utilización efectiva de ese poder, interna y externamente) y
también la capacidad de acceder directamente a los recursos y administrarlos.
Por otro lado el soberano encarna un capital simbólico asociado a la idea de
identidad nacional o colectiva. De este modo otra de las novedades del Estado
moderno es su vinculación con esa estructura de relaciones intersubjetivas
determinada sobre todo por razones históricas a la que se llama “nación”.
A partir de las revoluciones
burguesas de los siglos XVII, XVIII y XIX el Estado nacional europeo-americano
pasa a centrar la soberanía no ya en un príncipe sino en el colectivo de
ciudadanos representados por instituciones que, en teoría, le estarían
subordinadas. La noción moderna de República se fundamenta en las teorías
llamadas contractualistas, que postulan la noción de que el origen del Estado
está en un “contrato social” y no en la imposición coercitiva o por derecho
divino de un gobernante sobre una población y un territorio. La nación, como la
sumatoria de los ciudadanos que se reconocen como tales, es la legítima
poseedora de la soberanía sobre un territorio y es quien elige a sus
gobernantes.
En el siglo XX el estado es
reconocido como “sujeto de derecho internacional”, constituyendo la idea del
Estado nacional soberano e independiente la base de la estructura o sistema
actual de relaciones internacionales. El
reconocimiento legal de esas organizaciones es altamente discrecional,
basándose en el común acuerdo de los sujetos preexistentes. Si bien tal
reconocimiento suele fundamentarse jurídicamente en las doctrinas (muchas veces
contradictorias entre sí) del derecho de autodeterminación de los pueblos y de
la integración territorial, en los hechos suele emplearse la más pragmática
Doctrina Estrada. Ésta se basa en la idea de la mínima injerencia en los
asuntos internos de los Estados por parte de organizaciones internacionales,
además de otorgar reconocimiento solo a aquellos sujetos que no sean molestos
para la comunidad internacional.
El Estado moderno como
institución claramente definida en el sentido de poseer los monopolios exclusivos
de la fuerza (legal y armada) y fiscal y una burocracia estable, rigiendo sobre
una población que se reconoce como una nación y sobre un territorio
determinado, existe desde el siglo XIV. No obstante se suele fijar el Tratado
de Westfalia de 1648 (que puso fin a la Guerra de los Treinta Años y a la
Guerra de los 80 Años) como el inicio de la moderna noción jurídica de Estado-nación.
En efecto fue allí cuando se inicia el uso del principio de integridad
territorial de un Estado en las relaciones internacionales, suplantando al
viejo derecho de patrimonio hereditario feudal. La razón de Estado, idea francesa respecto a las relaciones
internacionales, se impuso sobre la universitas
christiana esgrimida por el Sacro Imperio y el Papado. También se cimentaron
los principios de no injerencia en asuntos internos y el de la igualdad de los
Estados más allá de su fuerza o tamaño.
Por otro lado se limitó el poder temporal del papado, dejando de ser la
religión un casus belli y procurando lograr la convivencia religiosa dentro de
los Estados.
En lo hechos la Paz de
Westfalia significó un golpe al Sacro Imperio y a la Iglesia, así como el
inicio de la decadencia del Imperio Español, de Dinamarca y la imposición de un
nuevo orden europeo por parte de los Estados nacionales en proceso de
consolidación: el Reino de Francia (que, tras la paz de los Pirineos de 1659 y
el Tratado de Llivia de 1660, se convertiría en la potencia hegemónica europea),
las Provincias Unidas de los Países Bajos, Suecia y la Confederación Suiza.
El 31 de julio de 1667 durante
la celebración de la Paz de Breda entre Inglaterra, Holanda, Francia y
Dinamarca se recurrió a un principio del Derecho Romano conocido como “uti
possidetis” para dirimir las cuestiones de jurisdicción territorial. De ese
modo ese principio pasó por primera vez a la esfera del Derecho Internacional.
En efecto la fórmula conocida como “uti possidetis, ita possedeatis” (así como
poseías, seguirás poseyendo”) se aplicaba en el Derecho civil desde los tiempos
romanos para dirimir los pleitos sobre posesión de objetos o propiedades. Pero
desde la Paz de Breda se lo usa para resolver las cuestiones territoriales
entre Estados. No obstante, en un principio, simplemente sirvió para legitimar
la posesión efectiva de territorios al comienzo (statu quo ante bellum) o al final (statu quo post bellum) de un conflicto. De ese modo sirvió
originalmente para legitimar derechos de conquista u ocupación territorial.
Pero después de los procesos de descolonización se lo invocó para reclamar
derechos de origen histórico; es decir, para resolver pleitos limítrofes en
aquellas naciones surgidas a la vida independiente a partir de algún proceso de
desvinculación de una potencia colonial (uti possidetis iure). Quienes primero
acudieron a esta forma de entender el principio uti possidetis fueron las
naciones surgidas del desmoronamiento del Imperio Español en América. Estos
nuevos Estados entendían que heredaban legalmente sus territorios a partir de
los títulos expedidos por el rey en los que se fijaban las circunscripciones
coloniales. La fórmula fue propuesta por el jurista argentino José León Suárez
(1872-1927) como “ita juris est 1810”, es decir sobre la base de los títulos
jurídicos reales expedidos o en vigencia ese año. De ese modo se establecía la
novedad del “derecho a poseer” prevaleciendo sobre el “hecho de poseer”. En
otras palabras el título prevalece sobre la posesión de un bien territorial.
Esta doctrina fue incorporada por el Tribunal Internacional de Justicia de La
Haya como respeto a las “fronteras heredadas” y aplicada el 22 de diciembre de
1982 para dirimir una disputa fronteriza entre Burkina Faso y Malí donde se
sentó el precedente de que se debe dar preferencia al Estado “beneficiado por
el título” en el caso de que un territorio en controversia “sea administrado
efectivamente por un Estado distinto al que posee el título jurídico”.
Otro principio que cimenta el
Derecho Internacional y regula las relaciones entre Estados es el llamado
Principio de Autodeterminación de los Pueblos. Si bien se lo suele considerar
un derivado de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) y
de la Declaración de Derechos de la Revolución Francesa (1791) donde se
establece el derecho de una “nación” compuesta de “ciudadanos” a instituir sus
propias leyes y organizarse como mejor les pareciese, no es hasta el siglo XX
que se le da forma jurídica. De todos modos ya están sus fundamentos en la
Doctrina Monroe de 1823 y en la Doctrina Drago de 1902, donde se declara el
derecho de las naciones americanas a autogobernarse sin injerencia de potencias
extranjeras. En la Revolución de Octubre, el 15 de noviembre de 1917 se
proclamó en la Declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia el derecho a la
autodeterminación según la forma en que lo planteó Lenin. Posteriormente la
Constitución soviética de 1924 se convierte en la primera en reconocer
oficialmente ese principio para sus repúblicas. En 1918 Woodrow Wilson propuso
en sus Catorce Puntos para la reconstrucción europea de post-guerra un
principio de las nacionalidades. Sin embargo la Sociedad de Naciones, pese a
incluirlo en el espíritu de sus Mandatos, no lo consideró parte oficial del
Derecho Internacional. Quizá influyó en esta percepción jurídica el hecho de
que naciones como la Alemania nazi reivindicaban ese derecho.
Habría que esperar al
surgimiento de las Naciones Unidas para que la Autodeterminación de los
Pueblos, como derecho humano de tercera generación, sea incluida en el Derecho
Internacional. En efecto ya aparece en la Carta de la Naciones Unidas de 1945
como base del Derecho Internacional junto a la “igualdad de derechos”. Sin
embargo el régimen colonial de mandatos fue sustituido por el de administración
fiduciaria sin abolir completamente los colonialismos. De hecho la
autodeterminación no sería reconocida como derecho en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948. Recién en 1955 con apoyo
de los países socialistas y del Tercer Mundo, y la oposición del bloque
occidental, se logró la inclusión del principio durante el proceso de
elaboración de los Pactos Internacionales. La situación cambiaría por presión
de los países tercermundistas independientes en 1945 quienes aprobaron el 14 de
diciembre de 1960 las resoluciones 1514 y 1541 (con la abstención de 9 países,
entre ellos las potencias coloniales). En ellas se condena al colonialismo y se
declara que los colectivos tienen derecho al ejercicio de la autodeterminación
a través de plebiscitos o referéndums. La resolución 1541 establece la doble
fórmula aún vigente para determinar cuáles pueblos tienen derecho al ejercicio
de la autodeterminación: las diferencias étnico-culturales y la distancia
geográfica entre la colonia y la metrópoli. De este modo solo se aplica el
principio a los territorios ultramarinos y no a los fenómenos de colonialismo
interno (doctrina del agua azul o del agua salada). Esta doctrina fue impuesta
con el apoyo latinoamericano, que se opuso tenazmente a considerar como
territorios coloniales a los ocupados por indígenas o comunidades dentro de las
fronteras de Estados independientes (tesis de F. Van Langenhove).
En 1966, en medio de los
conflictos revolucionarios independentistas en África y Asia la ONU proclamó el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que entró en vigor en
1976, y donde se reconocía por vez primera el derecho a la autodeterminación
como un derecho universal y jurídicamente vinculante a nivel internacional. El
24 de octubre de 1970 la Asamblea aprobó la Resolución 2625 (Declaración sobre
los principios de Derecho Internacional referente a las relaciones de amistad y
cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones
Unidas) especificando los alcances del principio de autodeterminación. Además
de la dimensión política (interna y externa) el principio presenta una
dimensión económica especificada en la Resolución 2200A del 16 de diciembre de
1966 dentro de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos. Sin embargo su
origen está en la Resolución 1803 (Declaración sobre la soberanía permanente
sobre los recursos naturales) del 14 de diciembre de 1962.
La
población de Eurasia consiste casi íntegramente en naturales de la propia
región, mientras que en América o Australia están dominadas por descendientes
de los inmigrantes. Gráfico: Putterman y Weil.
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